Tanta luz y tan poco Sol.

Cualquier parecido con la ficción, es pura casualidad.
Lo siento, me apetece daros una de cal, que en bastante arena me he tenido que enterrar ya para no ahogarme con vuestros mares de hipocresía y lágrimas de cocodrilo.

El primer capullo
era el típico que te rompía
dos, tres o cuatro veces
y avisaba siempre,
pero era más una advertencia
o un a ver si te atreves
que cualquier otra cosa,
y le echabas valor
porque no quedaba más remedio
hasta que perdías
y, mientras llorabas,
él te consolaba desde su musa
y te recordaba el aviso de sus versos,
que siempre llevaron su nombre,
decía, que no puedes coserte
con una aguja sin hilo.

El segundo era el típico
con mala pinta,
que aparentaba el infierno
pero te regalaba pequeños oasis
en cada segundo a solas,
que te besaba sin miedo
y te decía te quiero
con tanto valor
que era descarado,
hasta que
exigiste el cumplir
de tanta responsabilidad
autoimpuesta
y salió corriendo
con el rabo duro entre las piernas,
y no te llegó a quedar claro
si su piel era vuelta,
regalada o vendida.

Y hasta aquí llega toda la lista,
pero si fueron pocos
necesitaría cientos de dedos
microscópicos y telescópicos
para poder señalar todas,
todas las heridas
que sus meses, incluso años
causaron.

Cada noche fue un insomnio
de los vacíos,
de los que te tienen en vilo
derramando lágrimas en silencio,
alternando la constelación
del gotelé
con la de las bombillas,
y no me equivoco
al llamarlas estrellas
porque
comparadas
      a
            mí
unas bombillas
brillan como el
                       Sol,
quizás por esos dos
o por otros que
ni quisieron ni llegaron
a ser.

Y entre tanto intento
así
a los pocos
y a lo tonto
me acabé perdiendo
y volviéndome
una más de esas
capullas
que por no florecer
fortalecen sus espinas
con las cenizas
de tanto campo
arrasado
             por
                   bombillas.

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