El límite estaba tan cerca que sólo tenía que alargar la mano para rozarlo. En apenas unos pocos movimientos musculares descansaba la clave del hasta dónde estaba dispuesta a llegar, medio metro de indecisión y prueba. El camino había sido duro, lo suficiente como para que cualquiera con dos dedos de frente supiera que no había marcha atrás. Había decidido arrojarme al amparo de los horizontales barrotes de mi propia cárcel y el tren era puntual. Pero esos segundos finales... En esos segundos en los que surgieron las ampollas en mis dedos, lloré por cada una de ellas, mientras recogía la aguja que colgaba de mi cuello y, con cuidado y un pulso que siempre había sido la envidia de cualquier terremoto, las estallaba. El líquido transparente se escurría por mis manos, a juego con los ríos de mi rostro y drenando la laguna de mi pecho, sintiendo cómo ese poco en el que ya ni creía, salía al galope y daba rienda suelta a su huída. La gravilla temblaba contra mi mejilla y, en el preciso instante en el que su temblor superó el de mi pasado, te vi alejándote. No pude más que sonreír con el lado del rostro que aún quedaba intacto y susurrarte un adiós con la lengua tan rota como el corazón.

De nuevo, no te giraste al marcharte.


Perdón por esta mierda, pero ahora mismo es lo único que hay.

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