Suena, dolor, suena.

Eras como esa canción tan triste que intentaba componer, sentada sobre el colchón, con la guitarra apoyada en las piernas y el cigarro entre los labios. Apenas comenzaban unos acordes, los versos ya morían. Caías, como la ceniza, sobre mi piel. Y abrasabas. Sin embargo, yo dejaba que tu abrazo rodeara mis piernas y cubriera, de nuevo, todos y cada uno de mis moratones. Con quemaduras, pero los cubrían, y eran tuyas. Cualquier mínimo tacto de tu música hacía temblar mi espíritu que, aún somnoliento, trataba de recordar mientras los dedos sangraban contra las cuerdas, manchando la ceniza, el instrumento y el calcetín arrugado de la alfombra. No podía levantarme a limpiar el estropicio, mientras tu sonido no acabara de ordenar las piezas que, desperdigadas, danzaban en mi garganta a un ritmo incierto, de una música que no podía ser escuchada.


El dolor, a veces, tiene sonido.

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