Ahogada.
Tenías los pies podridos, de tanto
caminar sobre tu propio reguero de incertidumbres. Fríos y muertos,
chapoteaban salpicándote de barro los tobillos, el bajo del vestido
roído, tejido con bigotes de las musarañas que, a lo largo de los
siglos, poblaban tus pestañas. El camino se había convertido en una
sucesión ininterrumpible de pasos temblorosos, pues ahora las
piernas se habían acostumbrado a sostener un montón de ilusiones,
en vez de a un cuerpo. Las pocas fuerzas que quedaban, se escurrían
desde tus ojos hasta el camino que seguías. Como un cadáver hacia
su funeral, recorrías el sendero hacia el mar, buscando, en su
horizonte, la promesa de un barco que volvería.
Pero que nunca regresó.
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