La bailarina efímera.

Efímera.
En la punta de sus pestañas crecían las amapolas más bonitas del mundo,
cada vez que cerraba los ojos, el suave perfume coloreaba sus sueños
en un baile sinestésico que me arrastraba hacia el acantilado.
No para saltar, si no para sentarme en ese banco gallego
que dicen tiene la vista más bonita del mundo;
cambiarían de opinión si estuvieran sobre su cama
contemplando el despertar de la bailarina efímera.
Como la espuma del mar, aparece al final del tsunami,
cuando se rompe contra la arena de sus manos,
apenas es un segundo y se desvanece;
efímera, salada, blanca
no puedo más que contemplar las cosquillas que me hace en los tobillos
y llorar pensando que volverá a alzarse algún día.
La bailarina efímera danzaba entre mis arterias
y era preciosa.
Preciosa.
Arrasó todo a su paso, puse un banco y me senté a mirar.
Entre las ondas había ciertos pedazos de mi pasado,

ahogándose entre los volantes de su tutú.


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