Inmóvil sobre la noria.


Caminando por una carretera gris, bajo la lluvia, silenciosa. El viento te azota el cabello, llega puntos en los que te hace daño. Igual que los pies descalzos sobre el asfalto, cada vez que pisan una piedra de gravilla, un pinchazo. Te detienes, observas la herida, coges la piedra y la guardas en un bolsillo.


Continuas.


Al final del camino, hay un viejo parque de atracciones. Está obsoleto, cubierto de un polvo mil veces limpiado por el temporal. Rancio a pesar de todas las renovaciones continuas a las que se somete. Atraviesas el umbral, y no hay nadie. No te piden que cojas entrada, no te piden que vayas a la salida. Nadie te observa, nadie te reclama, nadie nota tu presencia lo suficiente como para resultarle molesta.


Buscas una atracción. Al principio te fijas en las nuevas, pero, como siempre, acabas en la noria. Te sientas, pues la barra está alzada, y te quedas en total quietud, mientras el viento te mece hacia delante y atrás, como tus pasos para alcanzar el lugar. 


Suena un pequeño quejido ante el movimiento. Apenas un roce, no muy similar al de un gato que, a raíz de su independencia, acabó perdido en medio de la calle.


El parque no abrirá sus puertas nunca más. La noria no se va a mover.


Sin embargo, ahí sigues. Esperando a que un día todo recobre su color, el tiempo transcurra de nuevo y la atracción se mueva.


Ese día, te alzarás sobre las nubes y observarás el horizonte.


Sólo para darte cuenta de que, a tan sólo unos metros, la carretera vuelve a ser gris, y el siguiente parque de atracciones está todavía más obsoleto que en el que ya te encuentras.






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